Videojuegos

Lo reconozco, me gustan los videojuegos.

Hace unos días me fijaba en un niño de unos diez años tratando de hacer todo lo posible por superar obstáculos en uno de estos videojuegos. Movimientos a la derecha, saltos, frenazos, lanzamiento de objetos… Estaba tan enfrascado que parecía que le fuese la vida en ello.

Lo cierto es que me sorprendió su ensimismamiento, a pesar de que parecía complicado, no paraba de sonreír y de intentar pasárselo una y otra vez. Estoy casi seguro de que había perdido la noción del tiempo.

– ¿Por qué te gustan tanto los juegos?

– No lo sé… Son juegos.

Esa respuesta me hizo reflexionar al llegar a casa. Me puse a recordar la cantidad de horas que he pasado siendo un chaval, y no tan chaval, dedicado a los videojuegos. Disparar, correr, saltar, robar, ayudar, interactuar con otros personajes o jugadores, ganar dinero, comprar armas u objetos… Todo con tal de llegar al final. A veces incluso, cuando me quedaba bloqueado, buscaba guías o atajos a través de internet.

En cierto modo tenía la sensación de haber perdido el tiempo. Horas y horas jugando, buscando un único objetivo: el final del juego.

¿Y ahora qué?

 

Nacemos para ser felices, o eso dicen…

Nos pasamos los días distrayéndonos con cosas que creemos que nos darán la felicidad, buscando sus coordenadas.

Un coche, unas vacaciones, ropa nueva, fiesta con los amigos… Todo por llegar a la ansiada felicidad, ese lugar en el que nada importa, en el que tienes el bien más preciado, no se necesita nada más.

Pero, ¿imaginas que un día llegas a la felicidad?

De repente encuentras el mapa del tesoro, ya sabes cuál es el camino: tres calles por la izquierda, sigue dos al frente, una a la derecha y fin del trayecto.

Has llegado a la felicidad.

¿Y ahora qué?

Una vez que llegas a ese estado, ¿qué queda por hacer? ¿qué razones (o necesidades) vas a encontrar para seguir moviéndote? Lo tienes todo, ¿por qué seguir superando obstáculos? Eres completamente feliz, se supone que no experimentas dolor, ni tristeza, ni necesitas esforzarte en conseguir nada porque todo lo que le pedías a la vida es eso, ser feliz.

Porque… Se supone que eso es la felicidad ¿no? O al menos eso nos han dicho.

Paradójicamente, ser felices nos haría tremendamente infelices. A partir de ahí todo se convertiría en ir quitando hojas al calendario, sin una razón que invite a movernos, a marcar nuevos objetivos, buscar nuevos retos, nuevas ilusiones y ocupaciones.

No estamos preparados para ser felices, sino más bien para perseguir la felicidad.

Y precisamente ahí reside la felicidad, en esa continua búsqueda de cosas que le den sentido a nuestro existir, sin caer en la maldición de pretender perpetuar los placeres, inmunizarse frente al dolor o cualquier cosa que suponga una incomodidad.

La felicidad no es un lugar, un final, es un camino. Un camino donde se encuentran todo tipo de cosas, no necesariamente… ¿positivas? ¿buenas? ¿placenteras?

Juega, lee, trabaja, descansa, corre, ve la televisión, pinta, escribe, ríe, llora, ama, intenta comerte el mundo, déjate invadir por la locura… pero sobre todo comparte, porque como dijo un sabio «todos somos pasajeros de distintos vagones, pero que subidos en el mismo tren recorremos el mismo viaje«.

– ¿Por qué vivir?

– No lo sé… Es la vida.

 

El mundo está en manos de aquellos que tienen el coraje de soñar y de correr el riesgo de vivir sus sueños.