Las tiendas de barrio son un regalo. Las de barrio de verdad, las de toda la vida. Si tienes la suerte de conocer alguna con el bagaje suficiente, te das cuenta de que se han convertido en joyas de la sociedad, casi en máquinas del tiempo.
Resisten, a diferencia de las grandes superficies, a los cambios y las modas, con una actitud lo suficientemente hierática como para tener un déjà vu cada vez que pasas delante de sus escaparates. Son tiendas que cambian tan poco que a veces consiguen mimetizarse, formar parte del mobiliario urbano haciendo que olvidemos que están ahí. Cada día que pasas ves los mismos artículos. Una y otra vez. Los mismos precios, alguna vez incluso en pesetas, después de tantos años. Me pregunto si no serán una especie de laboratorios de investigación sociológica.
Ahí radica su magia, en resistir al paso del tiempo. En dar la oportunidad, a quien lo desee, de observar cómo eran las cosas tiempo atrás…
El caso es que el otro día pasé por una de las que aún tenemos en mi barrio y, sin saber muy bien porqué, me detuve a mirar el escaparate. Cual fue mi sorpresa cuando vi que todavía guardaban un par de las mismas zapatillas que llevaba puestas en ese momento.
Las típicas zapatillas con las que, aunque viejas, algo sucias y puede que rotas como consecuencia del desgate, te sientes muy cómodo. Son tus zapatillas, llevas mucho tiempo con ellas, conoces cada esquina, cada roto e imperfección. Tus pies incluso se han acostumbrado a esas, a priori, incomodidades.
Sin pensármelo dos veces entré en la tienda y pedí mi número. Lo tenían.