conciencia

El juego del Solitario

Recuerdo que parte de la relación que tenía con mi abuelo se construyó en torno a las cartas. Pasamos muchos ratos jugando al cinquillo, la brisca o el tute. El tute siempre había sido el rey de entre todos ellos, siempre jugado sobre un tapete verde.

Había otro juego que, en edad infantil, nunca entendí la razón por la que gustaba a los adultos. El Solitario.

Me parecía soberanamente aburrido y no acababa de verle ningún sentido.

Ya sabéis de que va, las reglas son sencillas: Se trata de crear cuatro columnas de cartas (una por cada palo) de manera ascendente, desde el As hasta el Rey. La diversión está en doblegarse a la aleatoriedad de las cartas que van saliendo del mazo, debidamente mezcladas, existiendo la posibilidad de no ganar, algo cuanto menos curioso tratándose de un juego sin oponentes.

Pues este sencillo, y por entonces odioso, juego ocupaba muchas horas a mi abuelo. Podía invertir infinidad de horas, aunque yo no lo comprendiese. Tengo grabado en la memoria como se ofuscaba cuando no conseguía completar un juego y su cara de satisfacción cuando dio con la tecla para ganar todas las partidas. Así la baraja quedaba «bien colocadita para la siguiente vez”, me decía sonriente.

Nunca más le volví a ver perder una sola partida, de hecho a mí más que un juego ya me parecía como si solo estuviese colocando las cartas. Daba la sensación de que había perdido la gracia, como si se hubiera quedado sin Solitario.

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Los jefes tóxicos

Aún no hemos encontrado la fórmula. Es inevitable. Cada vez que un grupo de personas se junta se tratan muchos temas: grupos de whatsapp, sexo, películas, videojuegos, deportes, fiesta… y el maldito trabajo.

Siempre estamos hablando del mismo tema, es casi imposible no hacer mención a nuestros respectivos trabajos, contar anécdotas, cabreos, críticas…

Hace pocos días me junté con un grupo de personas y salió algo relacionado: Los jefes.

Uno de los allí presentes, que se dedica a la construcción, estaba enfadadísimo con el suyo:

“Me tiene hasta los cojones. Es un amargado, siempre nos trata con malas formas, es un caos organizando, la maquinaria está hecha una porquería, cuando no encuentra su carretilla coge la de los demás y nos la devuelve rota… Parece que lo hace por joder. Yo realmente quiero trabajar, pero es que no me deja.”

Parecía resignado a tener que aguantar a su jefe.

Gracias a mi vena friki, al llegar a casa vi un par de videos de youtube al respecto de los jefes decentes y los tóxicos. Típico que todos conocemos de boca de algún “gurú” (véase charlatán en algunos casos) o inconfundible receta rápida de management. Al final todo se puede reducir a dos cosas:

Los buenos jefes facilitan el trabajo y los tóxicos lo entorpecen, cuando no lo impiden.

Nada nuevo bajo el sol.

Aun así el asunto estuvo rondando en mi cabeza más tiempo del que esperaba.

Me imaginaba a los miles de obreros trabajando en la obra y lo pesado que tendría que ser llevar esa carretilla llena de ladrillos, cemento, arena o cualquier otro material de obra, con todas las complicaciones que había comentado el protagonista.

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Oda a la mediocridad

A nadie le importará, de hecho ni a mi me importa, pero recientemente he hecho un cambio de compañía telefónica, poniendo la titularidad a nombre de mi padre para ahorrar unos euros.

Tras salvar un par de minúsculos problemas, mi nueva compañía hizo la portabilidad sin avisar, de modo que por la mañana me vi sin línea telefónica ni tiempo para ir a buscar la SIM de la nueva empresa. Cuando conseguí acercarme a la tienda a recoger la tarjeta SIM, he aquí el meollo, el empleado me aclaró que, no siendo yo el titular no podía retirar la tarjeta salvo autorización expresa y firmada junto a una copia del DNI de mi padre.

En aquel momento me pasó por la cabeza de todo menos palabras bonitas acerca de aquel empleado. No me entretendré en lo sucedido después. Finalmente, tras una larga espera, conseguí solucionar la situación y volver a tener linea de teléfono.

Pasada una hora recibí la típica llamada para valorar, de 0 a 10, el servicio recibido. Movido por el enfado del momento marqué el 0.
Tiempo después me di cuenta del tremendo error que había cometido. El empleado que me atendió hizo perfectamente su trabajo no entregándome la tarjeta SIM por motivos de seguridad, aunque en aquel momento mi prioridad era recuperar mi linea telefónica.

Su valoración como empleado iba a bajar como consecuencia de mi ceguera.

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Zapatillas nuevas, zapatillas viejas.

Las tiendas de barrio son un regalo. Las de barrio de verdad, las de toda la vida. Si tienes la suerte de conocer alguna con el bagaje suficiente, te das cuenta de que se han convertido en joyas de la sociedad, casi en máquinas del tiempo.

Resisten, a diferencia de las grandes superficies, a los cambios y las modas, con una actitud lo suficientemente hierática como para tener un déjà vu cada vez que pasas delante de sus escaparates. Son tiendas que cambian tan poco que a veces consiguen mimetizarse, formar parte del mobiliario urbano haciendo que olvidemos que están ahí. Cada día que pasas ves los mismos artículos. Una y otra vez. Los mismos precios, alguna vez incluso en pesetas, después de tantos años. Me pregunto si no serán una especie de laboratorios de investigación sociológica.

 

 

Ahí radica su magia, en resistir al paso del tiempo. En dar la oportunidad, a quien lo desee, de observar cómo eran las cosas tiempo atrás…

El caso es que el otro día pasé por una de las que aún tenemos en mi barrio y, sin saber muy bien porqué, me detuve a mirar el escaparate. Cual fue mi sorpresa cuando vi que todavía guardaban un par de las mismas zapatillas que llevaba puestas en ese momento.

Las típicas zapatillas con las que, aunque viejas, algo sucias y puede que rotas como consecuencia del desgate, te sientes muy cómodo. Son tus zapatillas, llevas mucho tiempo con ellas, conoces cada esquina, cada roto e imperfección. Tus pies incluso se han acostumbrado a esas, a priori, incomodidades.

Sin pensármelo dos veces entré en la tienda y pedí mi número. Lo tenían.

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