Oda a la mediocridad

A nadie le importará, de hecho ni a mi me importa, pero recientemente he hecho un cambio de compañía telefónica, poniendo la titularidad a nombre de mi padre para ahorrar unos euros.

Tras salvar un par de minúsculos problemas, mi nueva compañía hizo la portabilidad sin avisar, de modo que por la mañana me vi sin línea telefónica ni tiempo para ir a buscar la SIM de la nueva empresa. Cuando conseguí acercarme a la tienda a recoger la tarjeta SIM, he aquí el meollo, el empleado me aclaró que, no siendo yo el titular no podía retirar la tarjeta salvo autorización expresa y firmada junto a una copia del DNI de mi padre.

En aquel momento me pasó por la cabeza de todo menos palabras bonitas acerca de aquel empleado. No me entretendré en lo sucedido después. Finalmente, tras una larga espera, conseguí solucionar la situación y volver a tener linea de teléfono.

Pasada una hora recibí la típica llamada para valorar, de 0 a 10, el servicio recibido. Movido por el enfado del momento marqué el 0.
Tiempo después me di cuenta del tremendo error que había cometido. El empleado que me atendió hizo perfectamente su trabajo no entregándome la tarjeta SIM por motivos de seguridad, aunque en aquel momento mi prioridad era recuperar mi linea telefónica.

Su valoración como empleado iba a bajar como consecuencia de mi ceguera.

figuras-interactuando

Irónicamente, muchos de los empleados de telefonía mejor valorados son los que atienden con una sonrisa, asegurando solucionar el problema poniendo un parche hasta que surge otro nuevo problema, aparentemente inconexo con el anterior.

Cumplen su función en ese momento, que el cliente quede satisfecho aunque en muchas ocasiones dichos empleados ni siquiera sepan si lo han solventado.

Todo esto me hace pensar que nos encanta la mediocridad, brindamos bien alto cuando nos dicen lo que queremos escuchar, aquello que mejor encaja en nuestra, ocasionalmente, errónea visión de la situación.

No estamos preparados para escuchar lo que necesitamos saber para crecer. Y eso no es bueno para la sociedad. Ponemos al buen profesional entre la espada y la pared, en la disyuntiva de elegir entre la placidez de repartir autocomplacencia, ahorrando en disgustos y mayores consecuencias, u otorgar oportunidades de evolución y enriquecimiento.
No es solo una cuestión de ser grandes profesionales, sino de ser también buenos clientes, personas maduras y dispuestas a la escucha. Claro, eso requiere amor propio, autoexigencia y valor, mucho valor para gestionar las bocanadas de ansiedad que se respiran al asimilar que todos tenemos una cuota de responsabilidad en lo que sucede, en lo que nos sucede.
Todo esto no deja de ser anecdótico si hablamos de telefonía, pero me pregunto acerca de las consecuencias en contextos tales como la medicina, la seguridad o la educación.

Hablamos de educar a los niños, enseñar matemáticas, lengua, inglés, nuevas tecnologías… Pero poco se dice de aprender a convivir con uno mismo, la persona con quien compartiremos toda nuestra vida.

 

Las mayores batallas las libramos contra nuestra propia inteligencia.