Los crímenes del metro

Una de tantas noches de conducción – me encanta conducir de noche – charlaba con un amigo sobre lo que nos había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Es una persona muy coherente y centrada, con quien da gusto hablar de cualquier tema incluso aunque pienses de manera muy diferente a la suya. Es alguien muy enriquecedor, que siempre da pie a la reflexión. Además es tremendamente creativo y en ocasiones muy muy distraído…

Me contó, con una mezcla de gracia, vergüenza e ilusión, que había «recuperado la fe en el ser humano». Hace poco había sido capaz de perder su cartera dos veces en un mismo día, habiéndola recuperado en ambas ocasiones. Una de ellas en el autobús, dándose cuenta al instante, y la otra en el metro, advirtiendolo una parada después y teniendo imposible mirar en el andén donde la había perdido.

Al acercarse a la salida estaban los típicos controladores que verifican que has pagado el billete y no te has colado:

– No se lo va a creer, pero es que acabo de perder la cartera…

– ¡No, no, a ti lo que te ha pasado es que te han robado!

– Creo que solo la he perdido, pero de todas formas no le puedo demostrar que he pagado el billete.

– ¡Que no, que aquí hay mucho ladrón suelto!. Corre a poner la denuncia… y da gracias que no te pongo una multa.

Tas un buen rato, mi particular amigo fue a objetos perdidos y allí estaba su cartera. Alguien la había devuelto con las tarjetas y todo el dinero. Intacta.

Sin duda alguna yo habría vuelto donde los controladores a contárselo, algo que no hizo mi amigo. Aquellos controladores seguirían en sus trece, viviendo su amarga realidad.

foto_0520110812120551

Ya sea por un sesgo cognitivo o social para decidir más rápidamente o economizar, parece que vivimos bajo el embrujo del mundo en que vivimos.

Es fácil que la embarazada solo vea carros de bebés por la calle, como el médico ve enfermedades o el policía posibles crímenes. Aún no he conocido a nadie que llame a la policía o vaya al médico a contar lo bien que se encuentra o cuan feliz ha sido su día…

Parece como si, sin darnos cuenta, el mundo se hubiera convertido en algo habitual para nosotros, que diría Gaarder.

Creo que las insignificantes buenas acciones son las que realmente cambian el mundo, en contraposición de dejarnos llevar por el prejuicio negativo (quiero creer que existen los positivos), optar por la inacción o el reproche. Puede que esos detalles sin importancia muchas veces no sirvan de nada pero… ¿Y si sí?

¿Y si, sin darnos cuenta, con un «por favor», un barato «lo siento», una sonrisa cómplice al ceder el paso o tantos otros pequeños detalles de nuestro día a día, activáramos un resorte que haga cambiar el paso de alguien?

Es normal pensar que soy demasiado optimista o un pobre ingenuo.

Rara vez tenemos feedback de la vida interior de aquellos que nos cruzamos. Desconocemos en gran medida como afecta a nuestro entorno todo lo que hacemos. Es como echar monedas a una hucha sin fondo o de la que no sabemos si podremos volver a sacar el dinero guardado.

Os contaré un «secreto»: por simple estadística hay un gran número de cosas que hacemos que, aunque no lo sepamos, hacen bien a los demás, dejando huella de manera positiva.

Es necesario habituarnos al mundo y adquirir experiencia, si, pero orientándola positivamente, construyendo la pirámide desde abajo, desde donde llegan nuestras manos. Ya llegaremos a la cúspide…

¿Y si enseñáramos al resto a disfrutar de los pequeños detalles? ¿Y si les hiciéramos partícipes de nuestra pequeña gran conspiración?

Siempre he pensado que un «gracias» puede cambiar el mundo. Es donde se inicia, o continúa, una cadena de favores, de «buenas» emociones que ayudan a obrar de forma acertada, que empujan a desear lo deseable.

Sé el cambio que quieres ver en el mundo.