Se cumplen casi tres semanas desde que los ciudadanos nos vimos abocados a una situación inusual para nuestra generación. Digo “para nuestra generación” porque el aislamiento ha sido utilizado para frenar innumerables enfermedades a lo largo de la historia de la humanidad: La lepra, la peste bubónica, la fiebre amarilla o la gripe española del 18. Existen incluso referencias en el antiguo testamento o en escritos del griego Hipócrates en el siglo V a.C.
Una de las medidas a tener en cuenta era la cuarentena y/o confinamiento. Era la forma que, bajo el criterio de los mandatarios de entonces, mejor podía detener las enfermedades cuando se habían mostrado ineficaces todas las demás.
Actualmente vivimos algo “similar”. No soy sanitario ni economista, con lo que no sé si puedo valorar si las medidas están bien o mal tomadas ni si el tempo ha sido o no el correcto. Tan solo tengo claro que la realidad es que, de golpe, nuestras vidas han cambiado. De golpe no podemos salir a la calle, de golpe no podemos acudir a hacer gestiones a la oficina, de golpe no podemos ir al cine, acudir a eventos deportivos o a cenar fuera.
“Distancia social” se decía y pedía. Y esa distancia social ha provocado que una inmensidad de profesiones y personas hayan tenido que adaptarse vertiginosamente para realizar sus labores habituales de una manera diferente o incluso desde casa: Compañías de seguros o de telecomunicaciones que ahora nos atienden a través de un teléfono o pantalla, transportistas o comerciantes que extreman las medidas de precaución…. y muchos casos en los que directamente no pueden trabajar.
La consigna ha sido clara: “Quédate en casa”. Para todo. Siempre.
Estas situaciones en la antigüedad tenían muchas más complicaciones. El abastecimiento de las necesidades básicas no estaba garantizado para todo el mundo (o casi) y cada uno hacía la guerra por su cuenta. Ahora, sin embargo, relativizando mucho, todos tenemos casi todo lo que podemos necesitar:
¿Qué no puedo ir al cine? No pasa nada, tengo Netflix.
¿Qué no puedo ir al gimnasio? No pasa nada, me han recomendado un entrenador personal que entrena en directo en Instagram.
¿Qué no se cocinar? No pasa nada, en youtube hay recetas paso a paso.
¿Qué no puedo ir a tomar unas cañas? No pasa nada, hago un Zoom cerveza en mano.
¡Incluso se pueden hacer scape rooms desde casa!
Ha habido una infinidad de propuestas llegadas desde todos los ámbitos y que han sido posibles gracias a una nueva forma de pensar, de organizarnos y a la tecnología, que ha metido en nuestras casas todo aquello que ahora no podemos ir a buscar fuera.
Todo. O casi todo….
Abres las redes sociales o medios de comunicación y muchas de las reflexiones y preocupaciones de la gente van en una línea similar.
“me he dado cuenta de que ya era feliz”, “lo que realmente necesito es el contacto con los demás, compartir una cerveza y hablar de la vida”, “todo esto me ha enseñado no a querer más a todo el mundo, si no a querer mejor a los que de verdad me importan”, “por encima de tener está sentir, compartir, vivir…”
Y como esas, otras muchas.
En la era de la tecnología, de la información, de la inmediatez y casi omnipresencia, paradójicamente se sigue echando en falta el contacto humano. Lo que realmente nos hace humanos y no máquinas. La tecnología no ha sabido salvar ese escollo. Creo (más bien deseo) que nunca lo hará. La tecnología no sabe sustituir el afecto, no es capaz de transmitirlo a pesar de sus infinitas innovaciones.
Casualmente (de verdad), hoy es el Día del Autismo. En mi círculo de personas suelo relacionarme bastante con personas muy versadas en este asunto. Siempre me subrayan que las personas con autismo “suelen ser muy rígidas” y que “necesitan saber lo que va a suceder, adherirse a unas rutinas que les aporten seguridad”, “cuando sucede algo que no está previsto necesitan volver a la normalidad, a su normalidad”.
Me resulta llamativo, siento que todos somos un poco autistas en este sentido. Desde que comenzó el confinamiento, en cierto modo todos hemos “conspirado” para volver a la normalidad. Todos hemos tratado de cambiarlo todo para que nada cambiara. De ahí todas esas adaptaciones a nivel laboral y vital tratando de imitar lo que anteriormente teníamos.
En lo que respecta al ámbito educativo, todos deseamos regresar a esa normalidad y la tecnología trata de acercarnos a dicha normalidad… pero siento que es otro escollo que no podrá salvar, porque educar no consiste solo en transmitir contenidos o conceptos. Educar es un guiño, una mirada cómplice, unas palabras de aliento, un abrazo sincero… incluso equivocarse humanamente frente a quien te observa.
La educación no se enseña, se vivencia.
Dentro de esta excepcional situación, tengo la sensación de que se le pide a la educación algo que ni la más puntera de las innovaciones tecnológicas ha conseguido hasta el momento: ser capaces de “sentir, compartir y vivir”.
Desde luego que todo se puede hacer siempre mejor, claro que se debe sumar y nunca se deben bajar los brazos y a la vez no perder de vista lo verdaderamente importante.
La educación debería ocupar un lugar ejemplar y preferente, ser ese faro que nos muestre el camino.
“La enseñanza que deja huella no es la que se hace de cabeza a cabeza, sino de corazón a corazón”
Buena reflexión
Gracias por la reflexión, en algún momento me he identificado con el «sentimiento autista»….
En esta gran pausa forzada, está buen entrar en pausa, dejar que surja la reflexión, darme cuenta de lo que tiene valor real, y desde ahí, ante la incertidumbre, el no poder controlar, quiero ser capaz de formar parte del gran cambio necesario en esta Humanidad.
Gran reflexión! Totalmente de acuerdo con lo que ha escrito. Tengo en muy gran estima y admiración a todos los profesores que saben educar de verdad, cómo tú dices, de corazón. Con los que de verdad aprendes y que dejan huella…