Reflexiones

Odio conducir

Según el ministerio de transportes “La red de carreteras de España tiene, a 31 de diciembre de 2019, 165.445 kilómetros”.

Son muchos kilómetros. Y últimamente odio conducir.

El coche se ha convertido casi en sinónimo de engorro. De capear a indeseables que conducen como kamikazes, pasar por el taller frecuentemente o lidiar con los obstáculos de la carretera: Firme en mal estado, curvas absurdas, desperdicios en el arcén o el avistamiento, cada vez más frecuente, de “bultos peludos” e inmóviles que resultan ser animales sin vida al pasar.

No me apetece conducir.

Tengo un amigo que años atrás tuvo un buen susto conduciendo y le cogió algo de fobia a la conducción, especialmente en los trayectos largos.

Según la RAE, una fobia consiste en un “temor irracional y compulsivo. Esto es, que sabes que no hay razón para ese temor pero no lo puedes controlar o reconducir, resultando muchas veces en bloqueo.

Creo que lo que experimento es también una especie de fobia o aversión particular, que aunque no me incapacita, me hostiga.

Mi amigo, decía, no tuvo “más remedio que ser valiente y hacer frente a la situación, lo necesitaba para ir a trabajar”.

Sin desmerecer su sufrimiento, no es lo que yo entiendo por ser valiente. Lo veo más como un acto de supervivencia, de resistencia. Algo sin duda también admirable, pero no tengo claro que tenga tanto que ver con el valor.

Quiero decir, todos tenemos nuestros miedos y dificultades para afrontar según qué eventualidades, pero muchas veces nos vemos atropellados por las situaciones, acorralados y sin alternativa. Creo que es (menos) difícil ser valiente cuando estás en un callejón sin salida, porque no tienes opciones. Lo realmente complejo es elegir adentrarse en la oscuridad, sin imposiciones.

La dictadura de lo impuesto tiene algo de acomodo, de dejarse arrastrar. No tienes que bregar con decisiones o responsabilidades. Es más, tienes un tirano a quien maldecir, un lugar en el que escupir tu frustración, un saco en el que golpear tu rabia. O tristeza.

En cambio, el libre albedrío tiene recovecos, pequeñas trampas. Eres tú frente al espejo.

En ocasiones, incluso debes decidir no solo pensando en tu bienestar, como cuando das un rodeo con el coche para dejar a alguien más cerca de su casa. Sabes que supone más tiempo, más kilómetros, e igual no es lo más apetecible en ese momento, pero comprendes que es lo correcto.

Y por eso conducir me tiene roto, porque se ha transformado en una pertinaz romería de pinchazos en el estómago cada vez que entreveo sin querer uno de esos “bultos peludos”. Esos que me recuerdan lo importante de saber decir adiós.

No es que odie conducir, es que odio tener que recordar.

«Valiente es dejar marchar»

del confinamiento y otras cosas…

Se cumplen casi tres semanas desde que los ciudadanos nos vimos abocados a una situación inusual para nuestra generación. Digo “para nuestra generación” porque el aislamiento ha sido utilizado para frenar innumerables enfermedades a lo largo de la historia de la humanidad: La lepra, la peste bubónica, la fiebre amarilla o la gripe española del 18. Existen incluso referencias en el antiguo testamento o en escritos del griego Hipócrates en el siglo V a.C.

Una de las medidas a tener en cuenta era la cuarentena y/o confinamiento. Era la forma que, bajo el criterio de los mandatarios de entonces, mejor podía detener las enfermedades cuando se habían mostrado ineficaces todas las demás.

Actualmente vivimos algo “similar”. No soy sanitario ni economista, con lo que no sé si puedo valorar si las medidas están bien o mal tomadas ni si el tempo ha sido o no el correcto. Tan solo tengo claro que la realidad es que, de golpe, nuestras vidas han cambiado. De golpe no podemos salir a la calle, de golpe no podemos acudir a hacer gestiones a la oficina, de golpe no podemos ir al cine, acudir a eventos deportivos o a cenar fuera.

“Distancia social” se decía y pedía. Y esa distancia social ha provocado que una inmensidad de profesiones y personas hayan tenido que adaptarse vertiginosamente para realizar sus labores habituales de una manera diferente o incluso desde casa: Compañías de seguros o de telecomunicaciones que ahora nos atienden a través de un teléfono o pantalla, transportistas o comerciantes que extreman las medidas de precaución…. y muchos casos en los que directamente no pueden trabajar.

La consigna ha sido clara: “Quédate en casa”. Para todo. Siempre.

Estas situaciones en la antigüedad tenían muchas más complicaciones. El abastecimiento de las necesidades básicas no estaba garantizado para todo el mundo (o casi) y cada uno hacía la guerra por su cuenta. Ahora, sin embargo, relativizando mucho, todos tenemos casi todo lo que podemos necesitar:

¿Qué no puedo ir al cine? No pasa nada, tengo Netflix.

¿Qué no puedo ir al gimnasio? No pasa nada, me han recomendado un entrenador personal que entrena en directo en Instagram.

¿Qué no se cocinar? No pasa nada, en youtube hay recetas paso a paso.

¿Qué no puedo ir a tomar unas cañas? No pasa nada, hago un Zoom cerveza en mano.

¡Incluso se pueden hacer scape rooms desde casa!

Ha habido una infinidad de propuestas llegadas desde todos los ámbitos y que han sido posibles gracias a una nueva forma de pensar, de organizarnos y a la tecnología, que ha metido en nuestras casas todo aquello que ahora no podemos ir a buscar fuera.

Todo. O casi todo….

Abres las redes sociales o medios de comunicación y muchas de las reflexiones y preocupaciones de la gente van en una línea similar.

“me he dado cuenta de que ya era feliz”, “lo que realmente necesito es el contacto con los demás, compartir una cerveza y hablar de la vida”, “todo esto me ha enseñado no a querer más a todo el mundo, si no a querer mejor a los que de verdad me importan”, “por encima de tener está sentir, compartir, vivir…

Y como esas, otras muchas.

En la era de la tecnología, de la información, de la inmediatez y casi omnipresencia, paradójicamente se sigue echando en falta el contacto humano. Lo que realmente nos hace humanos y no máquinas. La tecnología no ha sabido salvar ese escollo. Creo (más bien deseo) que nunca lo hará. La tecnología no sabe sustituir el afecto, no es capaz de transmitirlo a pesar de sus infinitas innovaciones.

Casualmente (de verdad), hoy es el Día del Autismo. En mi círculo de personas suelo relacionarme bastante con personas muy versadas en este asunto. Siempre me subrayan que las personas con autismo “suelen ser muy rígidas” y que “necesitan saber lo que va a suceder, adherirse a unas rutinas que les aporten seguridad”, “cuando sucede algo que no está previsto necesitan volver a la normalidad, a su normalidad”.

Me resulta llamativo, siento que todos somos un poco autistas en este sentido. Desde que comenzó el confinamiento, en cierto modo todos hemos “conspirado” para volver a la normalidad. Todos hemos tratado de cambiarlo todo para que nada cambiara. De ahí todas esas adaptaciones a nivel laboral y vital tratando de imitar lo que anteriormente teníamos.

En lo que respecta al ámbito educativo, todos deseamos regresar a esa normalidad y la tecnología trata de acercarnos a dicha normalidad… pero siento que es otro escollo que no podrá salvar, porque educar no consiste solo en transmitir contenidos o conceptos. Educar es un guiño, una mirada cómplice, unas palabras de aliento, un abrazo sincero… incluso equivocarse humanamente frente a quien te observa.

La educación no se enseña, se vivencia.

Dentro de esta excepcional situación, tengo la sensación de que se le pide a la educación algo que ni la más puntera de las innovaciones tecnológicas ha conseguido hasta el momento: ser capaces de “sentir, compartir y vivir”.

Desde luego que todo se puede hacer siempre mejor, claro que se debe sumar y nunca se deben bajar los brazos y a la vez no perder de vista lo verdaderamente importante.

La educación debería ocupar un lugar ejemplar y preferente, ser ese faro que nos muestre el camino.

 

“La enseñanza que deja huella no es la que se hace de cabeza a cabeza, sino de corazón a corazón”

El juego del Solitario

Recuerdo que parte de la relación que tenía con mi abuelo se construyó en torno a las cartas. Pasamos muchos ratos jugando al cinquillo, la brisca o el tute. El tute siempre había sido el rey de entre todos ellos, siempre jugado sobre un tapete verde.

Había otro juego que, en edad infantil, nunca entendí la razón por la que gustaba a los adultos. El Solitario.

Me parecía soberanamente aburrido y no acababa de verle ningún sentido.

Ya sabéis de que va, las reglas son sencillas: Se trata de crear cuatro columnas de cartas (una por cada palo) de manera ascendente, desde el As hasta el Rey. La diversión está en doblegarse a la aleatoriedad de las cartas que van saliendo del mazo, debidamente mezcladas, existiendo la posibilidad de no ganar, algo cuanto menos curioso tratándose de un juego sin oponentes.

Pues este sencillo, y por entonces odioso, juego ocupaba muchas horas a mi abuelo. Podía invertir infinidad de horas, aunque yo no lo comprendiese. Tengo grabado en la memoria como se ofuscaba cuando no conseguía completar un juego y su cara de satisfacción cuando dio con la tecla para ganar todas las partidas. Así la baraja quedaba «bien colocadita para la siguiente vez”, me decía sonriente.

Nunca más le volví a ver perder una sola partida, de hecho a mí más que un juego ya me parecía como si solo estuviese colocando las cartas. Daba la sensación de que había perdido la gracia, como si se hubiera quedado sin Solitario.

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Mis clases de Historia

Lo confieso. La historia es algo que nunca se me ha dado bien. Me resulta interesante ahora, pero en mi vida estudiantil fueron pocas las veces que me vi motivado a profundizar. Quizás por eso me falta tanta cultura en la materia.

Decía Cicerón: “si quieres aprender, enseña”. Por suerte tengo unos alumnos que son tremendamente curiosos y creativos con sus preguntas, que me enseñan infinidad de cosas. Sin ir más lejos, esta última semana uno de ellos me preguntaba acerca de Donald Trump, que había escuchado que es “proteccionista”.

Le expliqué, con las palabras más llanas que encontré, que algunos países, cuando ven su economía amenazada, deciden protegerla a toda costa: establecen aranceles (impuestos excesivos a todos los productos que vengan de fuera), exageran los valores de la patria (el llamado orgullo nacional) o cierran las fronteras a la inmigración, entre otras cosas. Tenemos ejemplos en algunos fascismos de los años 30 como Alemania, Italia o España. Estos países cambiaron su historia, no tuvieron fácil reincorporarse a la normalidad política ni social y aún hoy se sufren algunas consecuencias.

Aprovechando el caldo de cultivo que se había generado en clase, otra alumna dijo que había visto “una película de castillos y batallas” donde los soldados luchaban para proteger al rey.

Aunque a priori era algo diferente, en verdad estaba bastante relacionado.

Lo hemos visto muchas veces en series como Juego de Tronos y películas como El señor de los anillos: La amenaza rodea el castillo y los supervivientes se enrocan en su interior, bloqueando todos los accesos. Al poco tiempo empiezan a surgir inconvenientes: hambre, sed, enfermedades, revueltas… Hasta que al final se cae en la rendición o, si sobreviven, es en pobres condiciones.

Algunas veces hay clases que son como cajones de sastre que, bien enfocadas, dan para tirar de un largo hilo.

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Los crímenes del metro

Una de tantas noches de conducción – me encanta conducir de noche – charlaba con un amigo sobre lo que nos había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Es una persona muy coherente y centrada, con quien da gusto hablar de cualquier tema incluso aunque pienses de manera muy diferente a la suya. Es alguien muy enriquecedor, que siempre da pie a la reflexión. Además es tremendamente creativo y en ocasiones muy muy distraído…

Me contó, con una mezcla de gracia, vergüenza e ilusión, que había «recuperado la fe en el ser humano». Hace poco había sido capaz de perder su cartera dos veces en un mismo día, habiéndola recuperado en ambas ocasiones. Una de ellas en el autobús, dándose cuenta al instante, y la otra en el metro, advirtiendolo una parada después y teniendo imposible mirar en el andén donde la había perdido.

Al acercarse a la salida estaban los típicos controladores que verifican que has pagado el billete y no te has colado:

– No se lo va a creer, pero es que acabo de perder la cartera…

– ¡No, no, a ti lo que te ha pasado es que te han robado!

– Creo que solo la he perdido, pero de todas formas no le puedo demostrar que he pagado el billete.

– ¡Que no, que aquí hay mucho ladrón suelto!. Corre a poner la denuncia… y da gracias que no te pongo una multa.

Tas un buen rato, mi particular amigo fue a objetos perdidos y allí estaba su cartera. Alguien la había devuelto con las tarjetas y todo el dinero. Intacta.

Sin duda alguna yo habría vuelto donde los controladores a contárselo, algo que no hizo mi amigo. Aquellos controladores seguirían en sus trece, viviendo su amarga realidad.

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Los jefes tóxicos

Aún no hemos encontrado la fórmula. Es inevitable. Cada vez que un grupo de personas se junta se tratan muchos temas: grupos de whatsapp, sexo, películas, videojuegos, deportes, fiesta… y el maldito trabajo.

Siempre estamos hablando del mismo tema, es casi imposible no hacer mención a nuestros respectivos trabajos, contar anécdotas, cabreos, críticas…

Hace pocos días me junté con un grupo de personas y salió algo relacionado: Los jefes.

Uno de los allí presentes, que se dedica a la construcción, estaba enfadadísimo con el suyo:

“Me tiene hasta los cojones. Es un amargado, siempre nos trata con malas formas, es un caos organizando, la maquinaria está hecha una porquería, cuando no encuentra su carretilla coge la de los demás y nos la devuelve rota… Parece que lo hace por joder. Yo realmente quiero trabajar, pero es que no me deja.”

Parecía resignado a tener que aguantar a su jefe.

Gracias a mi vena friki, al llegar a casa vi un par de videos de youtube al respecto de los jefes decentes y los tóxicos. Típico que todos conocemos de boca de algún “gurú” (véase charlatán en algunos casos) o inconfundible receta rápida de management. Al final todo se puede reducir a dos cosas:

Los buenos jefes facilitan el trabajo y los tóxicos lo entorpecen, cuando no lo impiden.

Nada nuevo bajo el sol.

Aun así el asunto estuvo rondando en mi cabeza más tiempo del que esperaba.

Me imaginaba a los miles de obreros trabajando en la obra y lo pesado que tendría que ser llevar esa carretilla llena de ladrillos, cemento, arena o cualquier otro material de obra, con todas las complicaciones que había comentado el protagonista.

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Oda a la mediocridad

A nadie le importará, de hecho ni a mi me importa, pero recientemente he hecho un cambio de compañía telefónica, poniendo la titularidad a nombre de mi padre para ahorrar unos euros.

Tras salvar un par de minúsculos problemas, mi nueva compañía hizo la portabilidad sin avisar, de modo que por la mañana me vi sin línea telefónica ni tiempo para ir a buscar la SIM de la nueva empresa. Cuando conseguí acercarme a la tienda a recoger la tarjeta SIM, he aquí el meollo, el empleado me aclaró que, no siendo yo el titular no podía retirar la tarjeta salvo autorización expresa y firmada junto a una copia del DNI de mi padre.

En aquel momento me pasó por la cabeza de todo menos palabras bonitas acerca de aquel empleado. No me entretendré en lo sucedido después. Finalmente, tras una larga espera, conseguí solucionar la situación y volver a tener linea de teléfono.

Pasada una hora recibí la típica llamada para valorar, de 0 a 10, el servicio recibido. Movido por el enfado del momento marqué el 0.
Tiempo después me di cuenta del tremendo error que había cometido. El empleado que me atendió hizo perfectamente su trabajo no entregándome la tarjeta SIM por motivos de seguridad, aunque en aquel momento mi prioridad era recuperar mi linea telefónica.

Su valoración como empleado iba a bajar como consecuencia de mi ceguera.

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La inercia del fracaso

Acabo de tener una enriquecedora discusión con mi habitual grupo de amigos.

Ahora que está reciente el clásico del fútbol español, el Real Madrid – Barcelona, o a la inversa, es muy común hacer comparativas entre entrenadores, jugadores, presidentes etc… Y como no podía ser de otra manera, todas esas comparaciones siempre desembocan en lo mismo: Los resultados.

Ese gol en la prorroga de la final de un mundial, las últimas pedaladas de un interminable ascenso, el giro de cuello para tomar aire o los segundos de concentración antes de golpear una pelota de golf… Todo eso, que sucede en un suspiro, lleva detrás un enorme trabajo, no se trata de simple suerte, talento o coincidencia.

Estamos tan acostumbrados a ver solo los highlights que ya nadie pregunta por el proceso. Solo importa el éxito, que es el mejor de los resultados.

Pero, ¿qué sucede cuando ocurre justo lo contrario? ¿Cuándo el resultado es el fracaso?

 

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Los Reyes son los padres

La semana pasada escuchaba discutir a dos niños:

– ¿Que le vas a pedir este año a los Reyes Magos?

– La nueva Wii, una bici, ropa, un balón, la camiseta de Bale…

Casi de forma simultanea otro niño que estaba cerca se reía y les decía con tono altivo:

– ¿Cómo te van a traer tantas cosas? ¿No ves que los reyes son los padres?

Nuestro inocente niño, aún en edad de creer en la magia, cambió el gesto y se enzarzó a discutir como si la vida le fuera en ello.

Supongo que es normal. Más allá del desarrollo cognitivo de un niño de su edad, estoy seguro de que de algún modo comprendía las consecuencias de este descubrimiento.

Sería muy probable que sus padres le trajeran menos regalos, se tomaran menos molestias en la sorpresa o simplemente comenzaran a tratarle de manera mas adulta en algunos aspectos.

Debe de ser estresante.

 

Debo confesar que los argumentos que estaba dando eran de peso, de cierta lógica para un niño de su edad, se notaba que se resistía a creer que sus padres eran unos «farsantes» pese a haber visto suficientes indicios de la verdad. Prefería seguir viendo las cosas como habían sido hasta entonces.

Imaginad por un momento que ese niño hubiese crecido en una burbuja. Que hubiera sido capaz de crecer al margen de toda información relacionada con la «farsa» de los Reyes Magos hasta entrados los cuarenta. Imaginad en las consecuencias al descubrir, tras cuatro décadas, que habían sido sus padres y no unos señores de Oriente los que cada Navidad le traían los regalos.

 

Por suerte, o por desgracia, hoy día eso es imposible y todos, tarde o temprano, acabamos sucumbiendo a la realidad.

 

Pero… ¿y si eso no sucediera?

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Socorrismo «acuático»

No soy una persona a la que le gusten excesivamente las piscinas de verano. No me agradan las grandes aglomeraciones y el pequeño caos que se monta alrededor del agua. Por eso cuando voy procuro hacerlo en momentos poco concurridos.

Ayer fue uno de esos días, cogí el bañador y la toalla y fui a primera hora, intuyendo que apenas habría nadie.

Me di un chapuzón. Me encanta disfrutar nadando un rato o sentir que vuelo suspendido en el agua. Hay mucha tranquilidad ahí dentro.

Después, fuera del agua, no hay demasiado que hacer, rápidamente me aburro de tomar el sol y tampoco me parece el mejor lugar para ponerme a leer, como hace mucha gente. De modo que di un breve paseo esperando a que se secase el bañador.

Cerca de la entrada estaba el socorrista, con una silla, una sombrilla, un cartel con las normas y una pequeña pizarra donde estaba escrito, con tiza, la temperatura del agua, que en ese momento eran 24 grados.

Me resultó sorprendente porque había encontrado el agua inusualmente acogedora, teniendo en cuenta lo mucho que me cuesta entrar y lo friolero que soy.

Por lo general 24 grados suelen parecerme pocos, así que me acerqué a preguntarle amablemente al socorrista y este me confesó un pequeño secreto:

 

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