Críticas

Los jefes tóxicos

Aún no hemos encontrado la fórmula. Es inevitable. Cada vez que un grupo de personas se junta se tratan muchos temas: grupos de whatsapp, sexo, películas, videojuegos, deportes, fiesta… y el maldito trabajo.

Siempre estamos hablando del mismo tema, es casi imposible no hacer mención a nuestros respectivos trabajos, contar anécdotas, cabreos, críticas…

Hace pocos días me junté con un grupo de personas y salió algo relacionado: Los jefes.

Uno de los allí presentes, que se dedica a la construcción, estaba enfadadísimo con el suyo:

“Me tiene hasta los cojones. Es un amargado, siempre nos trata con malas formas, es un caos organizando, la maquinaria está hecha una porquería, cuando no encuentra su carretilla coge la de los demás y nos la devuelve rota… Parece que lo hace por joder. Yo realmente quiero trabajar, pero es que no me deja.”

Parecía resignado a tener que aguantar a su jefe.

Gracias a mi vena friki, al llegar a casa vi un par de videos de youtube al respecto de los jefes decentes y los tóxicos. Típico que todos conocemos de boca de algún “gurú” (véase charlatán en algunos casos) o inconfundible receta rápida de management. Al final todo se puede reducir a dos cosas:

Los buenos jefes facilitan el trabajo y los tóxicos lo entorpecen, cuando no lo impiden.

Nada nuevo bajo el sol.

Aun así el asunto estuvo rondando en mi cabeza más tiempo del que esperaba.

Me imaginaba a los miles de obreros trabajando en la obra y lo pesado que tendría que ser llevar esa carretilla llena de ladrillos, cemento, arena o cualquier otro material de obra, con todas las complicaciones que había comentado el protagonista.

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Oda a la mediocridad

A nadie le importará, de hecho ni a mi me importa, pero recientemente he hecho un cambio de compañía telefónica, poniendo la titularidad a nombre de mi padre para ahorrar unos euros.

Tras salvar un par de minúsculos problemas, mi nueva compañía hizo la portabilidad sin avisar, de modo que por la mañana me vi sin línea telefónica ni tiempo para ir a buscar la SIM de la nueva empresa. Cuando conseguí acercarme a la tienda a recoger la tarjeta SIM, he aquí el meollo, el empleado me aclaró que, no siendo yo el titular no podía retirar la tarjeta salvo autorización expresa y firmada junto a una copia del DNI de mi padre.

En aquel momento me pasó por la cabeza de todo menos palabras bonitas acerca de aquel empleado. No me entretendré en lo sucedido después. Finalmente, tras una larga espera, conseguí solucionar la situación y volver a tener linea de teléfono.

Pasada una hora recibí la típica llamada para valorar, de 0 a 10, el servicio recibido. Movido por el enfado del momento marqué el 0.
Tiempo después me di cuenta del tremendo error que había cometido. El empleado que me atendió hizo perfectamente su trabajo no entregándome la tarjeta SIM por motivos de seguridad, aunque en aquel momento mi prioridad era recuperar mi linea telefónica.

Su valoración como empleado iba a bajar como consecuencia de mi ceguera.

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Socorrismo «acuático»

No soy una persona a la que le gusten excesivamente las piscinas de verano. No me agradan las grandes aglomeraciones y el pequeño caos que se monta alrededor del agua. Por eso cuando voy procuro hacerlo en momentos poco concurridos.

Ayer fue uno de esos días, cogí el bañador y la toalla y fui a primera hora, intuyendo que apenas habría nadie.

Me di un chapuzón. Me encanta disfrutar nadando un rato o sentir que vuelo suspendido en el agua. Hay mucha tranquilidad ahí dentro.

Después, fuera del agua, no hay demasiado que hacer, rápidamente me aburro de tomar el sol y tampoco me parece el mejor lugar para ponerme a leer, como hace mucha gente. De modo que di un breve paseo esperando a que se secase el bañador.

Cerca de la entrada estaba el socorrista, con una silla, una sombrilla, un cartel con las normas y una pequeña pizarra donde estaba escrito, con tiza, la temperatura del agua, que en ese momento eran 24 grados.

Me resultó sorprendente porque había encontrado el agua inusualmente acogedora, teniendo en cuenta lo mucho que me cuesta entrar y lo friolero que soy.

Por lo general 24 grados suelen parecerme pocos, así que me acerqué a preguntarle amablemente al socorrista y este me confesó un pequeño secreto:

 

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