Mis clases de Historia

Lo confieso. La historia es algo que nunca se me ha dado bien. Me resulta interesante ahora, pero en mi vida estudiantil fueron pocas las veces que me vi motivado a profundizar. Quizás por eso me falta tanta cultura en la materia.

Decía Cicerón: “si quieres aprender, enseña”. Por suerte tengo unos alumnos que son tremendamente curiosos y creativos con sus preguntas, que me enseñan infinidad de cosas. Sin ir más lejos, esta última semana uno de ellos me preguntaba acerca de Donald Trump, que había escuchado que es “proteccionista”.

Le expliqué, con las palabras más llanas que encontré, que algunos países, cuando ven su economía amenazada, deciden protegerla a toda costa: establecen aranceles (impuestos excesivos a todos los productos que vengan de fuera), exageran los valores de la patria (el llamado orgullo nacional) o cierran las fronteras a la inmigración, entre otras cosas. Tenemos ejemplos en algunos fascismos de los años 30 como Alemania, Italia o España. Estos países cambiaron su historia, no tuvieron fácil reincorporarse a la normalidad política ni social y aún hoy se sufren algunas consecuencias.

Aprovechando el caldo de cultivo que se había generado en clase, otra alumna dijo que había visto “una película de castillos y batallas” donde los soldados luchaban para proteger al rey.

Aunque a priori era algo diferente, en verdad estaba bastante relacionado.

Lo hemos visto muchas veces en series como Juego de Tronos y películas como El señor de los anillos: La amenaza rodea el castillo y los supervivientes se enrocan en su interior, bloqueando todos los accesos. Al poco tiempo empiezan a surgir inconvenientes: hambre, sed, enfermedades, revueltas… Hasta que al final se cae en la rendición o, si sobreviven, es en pobres condiciones.

Algunas veces hay clases que son como cajones de sastre que, bien enfocadas, dan para tirar de un largo hilo.

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Según volvía en el tren, venía pensando en los “lamentos profesionales” de otros amigos de los que ya he escrito aquí en otras ocasiones: El policía cuando dice que hay días que tiene experiencias muy impactantes o el médico cuando empieza a ver como normales graves enfermedades terminales. Creo que solo piden un mayor entendimiento por parte de los demás, una especie de SOS.

Estos profesionales, al igual que muchos otros, acaban anestesiándose o endureciéndose para protegerse, para “sobrevivir” a su rutina, perdiendo en ocasiones parte de la sensibilidad que les podría dar el salto de calidad, la excelencia.

Los individuos, en nuestras relaciones interpersonales, a veces actuamos de una manera similar. Cuando sentimos que el entorno es hostil, aunque no lo sea, tendemos a sobreprotegernos: Obligamos a los demás a aportar fuertes pruebas de lealtad (¿os suenan los aranceles?), intentamos recordarnos nuestros puntos fuertes (¿orgullo nacional?) o directamente nos aislamos hasta que los inconvenientes nos obligan a capitular.

El caso es que esa protección de la que hablo no es gratuita, siempre tiene una contrapartida. Puede que nos sirva para “sobrevivir” pero, ¿a costa de qué? Esa apatía o coraza afectiva es el camino fácil, la forma tosca de protegernos frente a lo que nos asusta, frente al horror, la ansiedad de lo incómodo o de lo que nos quita el sueño… Como consecuencia perdemos constantes oportunidades para disfrutar de lo que realmente importa o de simplemente valorarlo como merece, con mirada cristalina.

Por suerte para nosotros las guerras ya no se libran en las trincheras o en los castillos, las libramos dentro de nosotros mismos, abriendo puertas y ventanas, aireando nuestro sistema de creencias (odios, miedos, desconfianzas…), que puede que no se ajusten a la realidad del momento.

Los muros que construimos a nuestro alrededor nos protegen contra la tristeza, pero también impiden que nos llegue la felicidad.